Comenzamos este curso con ganas y alegría fomentando uno de los pilares básicos del Plan de centro,
la convivencia.
Videos y cuento para empezar, aunque primero comprenderemos lo que significa la palabra convivencia.
Videos y cuento para empezar, aunque primero comprenderemos lo que significa la palabra convivencia.
Convivir
Resolver conflictos
Paciencia, dedicación y cariño.
Comenzamos con nuestra apuesta por los valores
y
ya
desde
septiembre.
y
ya
desde
septiembre.
convivencia
esfuerzo
empatía
empatía
fortaleza
compartir
respeto
sinceridad
compromiso
abnegación disciplina
valor libertad igualdad
discriminación honestidad
compasión responsabilidad
dignidad simpatía integridad, amistad, ayuda solidaridad tenacidad humildad
Vivir en compañía de otro u otros.
Convivir.
Existen muchos tipos de convivencia:
social,
familiar,
escolar,
humana,
democrática,
ciudadana...
tenemos que aprender a convivir en nuestro entorno, con todo lo que nos rodea y con todas las personas tanto cercanas como lejanas...
por ello empezamos por la convivencia pues es un pilar fundamental en nuestro centro educativo.
Para llegar a una buena convivencia debemos aprender a escuchar, dialogar pues no tenemos las mismas ideas, y estar dispuestos a cambiar de opinión.
Tratar con respeto a los demás.
Tolerando las diferencias.
Hablar con sinceridad.
Trabajar en equipo, colaborando unos y otros.
Respetando las diferencias y eligiendo con libertad cada cosa que hacemos o pensamos.
Construyendo juntos la paz.
Oscar Wilde
Wilde conocedor de la conducta humana realiza una crítica con este cohete fanfarrón que no para de hablar de sí mismo y se cree el más importante de toda la reunión.
El hijo del rey estaba en vísperas de casarse. Con este
motivo el regocijo era general. Estuvo esperando un año entero a su prometida,
y al fin llegó ésta.
Era una princesa rusa que había hecho el viaje desde
Finlandia en un trineo tirado por seis renos, que tenía la forma de un gran
cisne de oro; la princesita iba acostada entre las alas del cisne. Su largo
manto de armiño caía recto sobre sus pies. Llevaba en la cabeza un gorrito de
tisú de plata y era pálida como el palacio de nieve en que había vivido
siempre. Era tan pálida que al pasar por las calles quedábanse admiradas las
gentes.
-Parece una rosa blanca -decían. Y le echaban flores desde
los balcones.
A la puerta del castillo estaba el príncipe para recibirla.
Tenía unos ojos violeta y soñadores y sus cabellos eran como oro fino. Al verla
hincó una rodilla en tierra y besó su mano.
-Su retrato era bello -murmuró-, pero usted es más bella que
su retrato -y la princesita se ruborizó.
-Hace un momento parecía una rosa blanca -dijo un pajecillo
a su vecino-, pero ahora parece una rosa roja.
Y toda la Corte se quedó extasiada.
Durante los tres días siguientes todo el mundo no cesó de
repetir:
-¡Rosa blanca, rosa roja! ¡Rosa roja, rosa blanca!
Y el rey ordenó que diesen doble paga al paje.
Como él no percibía paga alguna, su posición no mejoró mucho
por eso; pero todos lo consideraron como un gran honor y el real decreto fue
publicado con todo requisito en la Gaceta de la Corte.
Transcurridos aquellos tres días, celebráronse las bodas.
Fue una ceremonia magnífica. Los recién casados pasaron, cogidos de la mano,
bajo un dosel de terciopelo granate, bordado de perlitas. Luego se celebró un
banquete oficial que duró cinco horas. El príncipe y la princesa, sentados al
extremo del gran salón, bebieron en una copa de cristal purísimo. Únicamente
los verdaderos enamorados podían beber de esa copa, porque si la tocaban unos
labios falsos, el cristal se empañaba, quedándose gris y manchoso.
-Es evidente que se aman -dijo el pajecillo- Resultan tan
claros como el cristal.
Y el rey volvió a doblarle la paga.
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos.
Después del banquete hubo baile. Los recién casados debían
bailar juntos la danza de las rosas, y el rey tenía que tocar la flauta. La
tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el
rey. La verdad es que no sabía más que dos piezas y no estaba seguro nunca de
la que interpretaba, aunque esto no le preocupase, pues hiciera lo que hiciera
todo el mundo gritaba:
-¡Delicioso! ¡Encantador!
El último número del programa consistía en unos fuegos
artificiales que debían empezar exactamente a medianoche.
La princesita no había visto fuegos artificiales en su vida.
Por eso el rey encargó al pirotécnico real que pusiera en juego todos los
recursos de su arte el día del casamiento de la princesa.
-¿A qué se parecen los fuegos artificiales? -preguntó ella
al príncipe, mientras se paseaban por la terraza.
-Se parecen a la aurora boreal -dijo el rey, que respondía
siempre a las preguntas dirigidas a los demás-. Sólo que son más naturales. Yo
los prefiero más que a las estrellas, porque sabe uno siempre cuándo van a
empezar a brillar y son, además, tan agradables como la música de mi flauta. Ya
verá... Ya verá...
Así, pues, levantaron un tablado en el fondo del jardín
real; y no bien acabó de prepararlo todo el pirotécnico real, cuando los fuegos
artificiales se pusieron a charlar entre sí.
-El mundo es seguramente muy hermoso -dijo un pequeño
buscapiés- Miren esos tulipanes amarillos. ¡A fe mía, ni aun siendo petardos de
verdad podrían resultar más bonitos! Me alegro mucho de haber viajado. Los
viajes desarrollan el espíritu de una manera asombrosa y acaban con todos los
prejuicios que haya uno podido conservar.
-El jardín del rey no es el mundo, joven alocado -dijo una
gruesa candela romana-. El mundo es una extensión enorme y necesitarías tres
días para recorrerlo por entero.
-Todo el lugar que amamos es para nosotros el mundo -dijo
una rueda unida en otro tiempo a una vieja caja de pino y muy orgullosa de su
corazón destrozado-; pero el amor no está de moda; los poetas lo han matado.
Han escrito tanto sobre él, que nadie los cree ya, cosa que no me extraña. El verdadero
amor sufre y calla... Recuerdo que yo misma, una vez.... pero no se trata de
eso aquí. El romanticismo es algo del pasado.
-¡Qué estupidez! -exclamó la candela romana-. La novela no
muere nunca. ¡Se parece a la luna: vive siempre! Realmente, los recién casados
se aman tiernamente. He sabido todo lo concerniente a ellos esta mañana por un
cartucho de papel oscuro que estaba en el mismo cajón que yo y que sabe las
últimas noticias de la Corte.
Pero la rueda meneó la cabeza.
-¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! El
romanticismo ha muerto! -murmuró.
Era una de esas personas que creen que repitiendo una cosa
cierto número de veces acaba por ser verdad.
De pronto oyóse una voz fuerte y seca y todos miraron a su
alrededor. Era un pequeño cohete de altivo continente atado a la punta de un
palo. Tosía siempre antes de hacer una advertencia, como para llamar la
atención.
-¡Ejem! ¡Ejem! -exclamó.
Y todo el mundo se dispuso a escucharle, menos la pobre
rueda, que seguía moviendo la cabeza y murmurando:
-¡El romanticismo ha muerto!
-¡Orden! ¡Orden! -gritó un petardo. Tenía algo de político y
había tomado siempre parte importante en las elecciones locales. Por eso
conocía las frases empleadas en el Parlamento.
-¡Ha muerto del todo! -suspiró la rueda. Y se volvió a
dormir.
No bien se restableció por completo el silencio, el cohete
tosió por tercera vez y comenzó. Hablaba con una voz clara y lenta, como si
dictase sus memorias, y miraba siempre por encima del hombro a la persona a
quien se dirigía. Realmente, tenía unos modales distinguidísimos.
-¡Qué feliz es el hijo del rey -observó-, por casarse el
mismo día en que me van a disparar! Ni preparándolo de antemano podría resultar
mejor para él; aunque los príncipes siempre tienen suerte.
-¿Ah, sí? -dijo el pequeño buscapiés-. Yo creí que era
precisamente lo contrario y que era a ti a quien se disparaba en honor del
príncipe.
-Ese quizá sea vuestro caso -replicó el cohete-. Casi
diríase que estoy seguro de ello; pero en cuanto a mí, ya es diferente. Soy un
cohete distinguido y desciendo de padres igualmente distinguidos. Mi madre era
la girándula más célebre de su época. Tenía fama por la gracia de su danza.
Cuando hizo su gran aparición en público, dio diecinueve vueltas antes de
apagarse, lanzando por el aire siete estrellas rojas a cada vuelta. Tenía tres
pies y medio de diámetro y estaba fabricada con pólvora de la mejor. Mi padre
era cohete como yo y de origen francés. Volaba tan alto, que la gente temía que
no volviese a descender. Descendía, sin embargo, porque era de excelente
constitución e hizo una caída brillantísima, en forma de lluvia, de chispas de
oro. Los periódicos se ocuparon de él en términos muy halagüeños, y hasta la
Gaceta de la Corte dijo «que señalaba el triunfo del arte pilotécnico».
-Pirotécnico, pirotécnico, querréis decir -interrumpió una
bengala-. Sé que es pirotécnico porque he visto la palabra escrita sobre mi
caja de hojalata.
-Pues yo digo pilotécnico -replicó el cohete en tono severo.
Y la bengala se quedó tan apabullada, que empezó inmediatamente a mortificar a
los buscapiés pequeños para demostrar que ella también era persona de bastante
importancia.
-Decía yo... -prosiguió el cohete-, decía yo.... ¿qué es lo
que yo decía?
-Hablabas de ti mismo -repuso la candela romana.
-Naturalmente. Sé que hablaba de alguna cosa interesante
cuando he sido groseramente interrumpido. Odio la grosería y las malas maneras,
porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible como
yo, estoy seguro de ello.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el petardo a la
candela romana.
-Una persona que porque tiene callos pisa siempre los pies a
los demás -respondió la candela en un débil murmullo, y el petardo casi estalló
de risa.
-¡Perdón! ¿De qué se ríen? -preguntó el cohete-. Yo no me
río.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Es un motivo bien egoísta -dijo el cohete con ira-. ¿Qué
derecho tienes para ser feliz? Debes pensar en los demás, debes pensar en mí.
Yo pienso siempre en mí y creo que todo el mundo debería hacer lo mismo. Eso es
lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud y yo la poseo en alto grado.
Suponed, por ejemplo, que me sucediese algún percance esta noche. ¡Qué
desgracia para todo el mundo! El príncipe y la princesa no podrían ya ser
felices: se habría acabado su vida de matrimonio. En cuanto al rey, creo que no
podría soportarlo. Realmente, cuando empiezo a pensar en la importancia de mi
papel, me emociono hasta casi llorar.
-Si quieres agradar a los demás -exclamó la candela romana-,
harías mejor en manteneros en seco.
-¡Ciertamente! -exclamó la bengala, que no estaba de muy
buen humor-, eso es sencillamente de sentido común.
-¿Creés que es de sentido común? -replicó el cohete
indignado-. Olvidas que yo no tengo nada de común y que soy muy distinguido. ¡A
fe mía todo el mundo puede tener sentido común con tal de carecer de
imaginación! Pero yo tengo imaginación, porque nunca veo las cosas como son.
Las veo siempre muy diferentes de lo que son. En cuanto a eso de mantenerme en
seco, es que no hay aquí, con toda seguridad, nadie que sepa apreciar a fondo un
temperamento delicado. Afortunadamente para mí, no me importa nada. La única
cosa que le sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la enorme
inferioridad de sus semejantes, y éste es un sentimiento que he mantenido
siempre en mí. Pero ninguno de ustedes tiene corazón. Gritan y se regocijan
como si el príncipe y la princesa no estuviesen celebrando sus bodas.
-¡Eh! -exclamó un pequeño globo de fuego-. ¿Y por qué no? Es
una alegre ocasión, y cuando estalle yo en el aire pienso comunicárselo a todas
las estrellas. Ya verás cómo brillarán cuando les hable de la bella recién
casada.
-¡Oh, qué concepto más banal de la vida! -dijo el cohete-.
Pero no me esperaba yo menos. No hay nada en ti. Eres hueco y vacío. ¡Bah!
Quizá el príncipe y la princesa se vayan a vivir en un país en que haya un río
profundo, quizá tengan un solo hijo, un pequeñuelo de pelo rizado y de ojos
violeta como los del príncipe. Quizá vaya algún día a pasearse con su nodriza.
Quizá la nodriza se duerma debajo de un gran sauce. Quizá el niño se caiga al
río y se ahogue. ¡Qué terrible desgracia! ¡Los pobres, perder su único hijo! Es
terrible, realmente. No podré soportarlo nunca.
-Pero no han perdido su único hijo -dijo la candela romana-
No les ha sucedido ninguna desgracia.
-No he dicho que les haya sucedido -replicó el cohete-. He
dicho que podía sucederles. Si hubiesen perdido a su hijo único, sería inútil
decir nada sobre el suceso. Detesto a las personas que lloran por su cántaro de
leche roto. Pero cuando pienso que han perdido a su hijo único, me siento
verdaderamente tristísimo.
-Ya lo veo -exclamó la bengala- Realmente eres la persona
más afectada que he visto en mi vida.
-Y tú la persona más grosera que he conocido -dijo el
cohete-. No puedes comprender mi afecto por el príncipe.
-¡Bah! Ni siquiera lo conoces... -chisporroteó la candela
romana.
-No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete- Me
atrevo a decir que si le conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa
peligrosa conocer uno a sus amigos.
-Mejor harías en mantenerte seco -dijo el globo de fuego-.
Eso es lo más importante.
-Para ti no dudo que será importantísimo -respondió el
cohete-. Pero yo lloraré si me viene en gana.
Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara
en gotas de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban
precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sitio seco para
instalarse.
-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues
llora cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda, y lanzando un profundo
suspiro, se puso a pensar en la caja de madera.
Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas.
Gritaban con toda su fuerza:
-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!
Eran muy prácticas y cuando se oponían a algo lo denominaban
pamplinas.
Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y
las estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una
música. El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que los
pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana contemplándolos, y
las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando el compás.
En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego
las doce, y a la última campanada de medianoche todo el mundo fue a la terraza
y el rey hizo llamar al pirotécnico real.
-Empezad los fuegos artificiales -dijo el rey.
Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió
al fondo del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha
encendida sujeta a la punta de una larga pértiga. Fue realmente una soberbia
irradiación de luz.
-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda, que empezó a girar.
-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana.
Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas
colorearon todo de rojo.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego mientras se elevaba
haciendo llover chispitas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que se divertían
muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete. Estaba tan
húmedo por haber llorado que no pudo arder.
Lo mejor que había en él era la pólvora, y ésta se hallaba
tan mojada por las lágrimas que estaba inservible. Toda su pobre parentela, a
la que no se dignaba hablar sin una sonrisa despectiva, produjo un gran
alboroto por el cielo, como si fuesen magníficos ramilletes de oro floreciendo
en fuego.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la Corte. Y la princesita reía de
placer.
-Creo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el
cohete-. Indudablemente es eso -y miraba a su alrededor con aire más orgulloso
que nunca.
Al día siguiente vinieron los obreros a colocarlo todo de
nuevo en su sitio.
«Evidentemente es una comisión -se dijo el cohete-. Los
recibiré con una tranquila dignidad.»
Y engallándose empezó a fruncir las cejas como si pensase en
algo muy importante. Pero los obreros no se dieron cuenta de su presencia hasta
dejarlo atrás. Entonces uno de ellos le vio.
-¡Ah! -gritó-. ¡Qué mal cohete!
Y le tiró por encima del muro.
-¡Mal cohete! ¡Mal cohete! -dijo éste girando por el aire-
¡Imposible! Famoso cohete, eso es lo que han querido decir. Mal y famoso suenan
para mí casi lo mismo, y a veces ambas cosas son idénticas.
Y cayó en el lodo.
-No es esto muy cómodo -observó-, pero sin duda es algún
balneario de moda a donde me han enviado para que reponga mi salud. Mis nervios
están muy desgastados y necesito descanso.
Entonces una ranita de ojillos brillantes, de traje verde
moteado, nadó hacia él.
-Ya veo que es un recién llegado -dijo la rana-, ¡Bueno!
Después de todo no hay nada como el fango. Denme un tiempo lluvioso y un hoyo y
soy completamente feliz... ¿Cree que la tarde será calurosa? Así lo espero,
porque el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué lástima!
-¡Ejem! ¡Ejem! -dijo el cohete.
-¡Qué voz más deliciosa tienes -gritó la rana-. Parece el
croar de una rana y croar es la cosa más musical del mundo. Ya oirás nuestros
coros esta noche. Nos colocamos en el antiguo estanque de los patos junto a la
alquería y en cuanto aparece la luna empezamos. El concierto es tan sublime que
todo el mundo viene a oírnos. Ayer, sin ir más lejos, oí a la mujer del colono
decir a la madre que no pudo dormir ni un segundo durante la noche por nuestra
causa. Es muy agradable ver lo popular que es una.
-¡Ejem! ¡Ejem! -dijo el cohete. Estaba muy molesto de no
poder salir de su mutismo.
-Sí, ¡una voz deliciosa! -prosiguió la rana-. Espero que
venga al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis
hijas soberbias y me inquieta mucho que el sollo tope con ellas... Es un
verdadero monstruo y no sentiría el menor escrúpulo en comérselas. Así es que
¡adiós! Me agrada mucho su conversación, se lo aseguro.
-¿Y llama conversación a esto? -dijo el cohete-. Ha charlado
usted sola todo el rato. Eso no es conversación.
-Alguien tiene que escuchar siempre -replicó la rana-, y a
mí me gusta llevar la voz cantante en la conversación. Así se ahorra tiempo y
se evitan disputas.
-Pues a mí me gusta la discusión -dijo el cohete.
-No lo creo -replicó la rana con aire compasivo-. Las
discusiones son completamente vulgares, porque en la buena sociedad todo el
mundo tiene exactamente las mismas opiniones. Adiós otra vez. Veo a mis hijas
allá abajo.
Y la ranita se puso a nadar nuevamente.
-Es usted una persona antipática -dijo el cohete- y mal
educada. Detesto a las gentes que hablan de sí mismas como usted, cuando
necesita uno hablar de uno mismo, como en mi caso. Eso es lo que se llama
egoísmo, y el egoísmo es una cosa aborrecible, sobre todo para los que son como
yo, pues bien conocen todos mi carácter simpático. Debe tomar ejemplo de mí. No
podría encontrar un modelo mejor. Ahora que tiene esa oportunidad, aprovéchela
sin tardanza, porque voy a la Corte en seguida. Soy muy estimado en la Corte.
Ayer, el príncipe y la princesa se casaron en mi honor. Seguramente no estará
enterada de nada de esto, ¡como es provinciana!
-No se moleste en hablarle -dijo la libélula posada en la
punta de una espadaña- Se ha ido.
-Bueno, ¡ella se lo pierde y yo no! No voy a dejar de hablar
sólo porque no me escuche. Me gusta oírme hablar. Es uno de mis mayores
placeres. Sostengo a menudo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan
profundo, que a veces no comprendo ni una palabra de lo que digo.
-Entonces debe de ser licenciado en Filosofía -dijo la
libélula.
Y desplegando sus lindas alas de gasa, se elevó hacia el
cielo.
-¡Qué necedad demuestra al no quedarse aquí! -dijo el
cohete-. Estoy seguro de que no habrá tenido muy a menudo la oportunidad de
educar su espíritu; aunque después de todo me es igual. Un genio como el mío
será apreciado con toda seguridad algún día.
Y se hundió un poco más en el fango.
Pasado un rato, una gran pata blanca nadó hacia él. Tenía
las patas amarillas, los pies palmeados y la consideraban como una gran belleza
por su contoneo.
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué aspecto más raro tiene!
¿Puedo preguntarle si ha nacido así o si es el resultado de algún accidente?
-¡Cómo se ve que ha vivido siempre en el campo! De otro modo
sabría quién soy. Sin embargo, disculpo su ignorancia. Sería descabellado
querer que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda le
sorprenderá saber que vuelo por el cielo y que caigo en una lluvia de chispas
de oro.
-No lo considero muy estimable -dijo la pata-, pues no veo
en qué puede ser eso útil a nadie. ¡Ah! Si arase los campos como un buey; si
arrastrase un carro como el caballo; si guardase un rebaño como el perro del
ganado, entonces ya sería otra cosa.
-Buena mujer -dijo el cohete con tono muy altivo-, veo que
pertenece a la clase baja. Las personas de mi rango no sirven nunca para nada.
Tenemos un encanto especial y con eso basta. Yo mismo no siento la menor
inclinación por ningún trabajo y menos aún por esa clase de trabajos que
enumera. Además, siempre he sido de opinión que el trabajo rudo es simplemente
el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer en la vida.
-¡Bien, bien! -dijo la pata, que era de temperamento
pacífico y no reñía nunca con nadie-. Cada cual tiene gustos diferentes. De
todas maneras, deseo que venga a establecer aquí su residencia.
-¡Nada de eso! -exclamó el cohete. Soy un visitante, un
visitante distinguido y nada más. El hecho es que encuentro este sitio muy
aburrido. No hay aquí ni sociedad ni soledad. Resulta completamente de barrio
bajo... Volveré seguramente a la Corte, pues estoy destinado a causar sensación
en el mundo.
-Yo también pensé en entrar en la vida pública -observó la
pata-. ¡Hay tantas cosas que piden reforma! Así, pues, presidí, no hace mucho,
un mitin en el que votamos unas proposiciones condenando todo lo que nos
desagradaba. Sin embargo, no parecen haber surtido gran efecto. Ahora me ocupo
de cosas domésticas y velo por mi familia.
-Yo he nacido para la vida pública y en ella figuran todos
mis parientes, hasta los más humildes, Allí donde aparecemos, llamamos
extraordinariamente la atención. Esta vez no he figurado personalmente, pero
cuando lo hago, resulta un espectáculo magnífico. En cuanto a las cosas domésticas,
hacen envejecer y apartan el espíritu de otras cosas más altas.
-¡Oh qué bellas son las cosas altas de la vida! -dijo la
pata- ¡Esto me recuerda el hambre que tengo! -Y la pata volvió a nadar por el
río, continuando sus ¡cuac..., cuac..., cuac!
-¡Vuelva, vuelva! -gritó el cohete-. Tengo muchas cosas que
decirle.
Pero la pata no le hacía caso alguno.
-Me alegro de que se haya ido. Tiene realmente un espíritu
mediocre.
Y hundiéndose un poco más en el fango, empezaba a
reflexionar en la belleza del genio, cuando de repente dos chiquillos con
blusas llegaron al borde de la cuneta con un caldero y unos leños.
-Ésta debe ser la comisión -dijo el cohete. Y adoptó una
digna compostura.
-¡Oh! -gritó uno de ellos- Mira este palo viejo. ¡Qué raro
es que haya venido a parar aquí!
Y sacó el cohete de la cuneta.
-¡Palo viejo! -refunfuñó el cohete-. ¡Imposible! Habrá
querido decir palo precioso. Palo precioso es un cumplido. Me toma por un
personaje de la Corte.
-¡Echémosle al fuego! -dijo el otro muchacho-. Así ayudará a
que hierva la caldera.
Amontonaron los leños, colocaron el cohete sobre ellos y
prendieron fuego.
-¡Magnífico! -gritó el cohete- Me colocan a plena luz. Así
todos me verán.
-Ahora vamos a dormir -dijeron los niños- y cuando nos
despertemos estará ya hirviendo la caldera.
Y acostándose sobre la hierba cerraron los ojos. El cohete
estaba muy húmedo. Pasó un buen rato antes de que ardiese. Sin embargo, al fin,
prendió el fuego en él.
-¡Ahora voy a partir! -gritaba.
Y se erguía y se estiraba.
-Sé que voy a subir más alto que las estrellas, más alto que
la luna, más alto que el sol. Subiré tan arriba que...
-¡Fisss! ¡Fisss! ¡Fisss!
Y se elevó en el aire.
-¡Delicioso! -gritaba-. Seguiré subiendo así siempre. ¡Qué
éxito tengo!
Pero nadie le veía. Entonces comenzó a sentir una extraña
impresión de hormigueo.
-¡Voy a estallar! -gritaba-. Incendiaré el mundo entero y
haré tanto ruido, que no se hablará de otra cosa en un año.
Y, en efecto, estalló.
-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!- hizo la pólvora. La pólvora no podía
hacer otra cosa.
Pero nadie la oyó, ni siquiera los dos muchachos que dormían
profundamente. No quedó del cohete más que el palo, que cayó sobre la espalda
de una oca que daba su paseo alrededor de la zanja.
-¡Cielos! -exclamó-. ¡Ahora llueven palos! -Y se tiró al
agua.
-¡Me parece que he causado una gran sensación! -musitó el
cohete. Y expiró.
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